El hombre, y más aún el artista, es su obra.
Airosas, desafiadoras del espacio, como un emblema ante el cielo que tienen como fondo, están las curvas de sus esculturas, liras ciclópeas en las que el viento marinero se estrella y momentáneamente se hace para continuar su camino sin fin, creando una melodía de antes nunca escuchada, como los mares que surcaban las naves que evoca Camo~e s. Esto acaece en Carnota, donde ante el océano infinito están sus “Tenaces do vento”, signo, grafía, letra de un alfabeto ignorado y ancestral del que acaso hallemos, por ejemplo en la rotonda que hay en la carretera vieja de Pontevedra a Sanxenxo, cerca del monasterio de Poio, obra en la que el arranque semeja que se complementó con un fragmento melódico de la salve sabatina que los monjes mercedarios entonan y que traspone los muros del cenobio buscando ámbitos más amplios.
Ambas piezas son escuetas, y entre ellas hay una década de diferencia. De 1994 es la de Carnota, todavía con reminiscencias de maestros como Chillida, admirado por el gallego, y de 2004 la de Poio, puro alarde de síntesis geométrica, curva rotunda en la base, como un vientre fecundado que lanza al cielo, en gemela verticalidad de remate desigual, sus vástagos rectos, cuadrangulares, de belleza inefable en la sobriedad de su morfología.