Crítica
Cualquier línea trazada sobre una hoja de papel, la forma más sencilla modelada en un trozo de arcilla, es como una piedra arrojada a un estanque: perturba el reposo, moviliza el espacio. Ver es la percepción de una acción.
R. Arnheim
La forma es la parte visible del contenido, escribió Ben Shahn. Para quienes buscan establecer vínculos entre lo visible, lo palpable, y cierta posible sustancia inteligente, inalterable y eterna que subyace a la materia y la dirige toda forma creada es, por definición, simbólica, puesto que es la representación de otra cosa (para la moderna física, sería más correcto hablar de sucesos que de formas). En la naturaleza -así hemos de creerlo- se generan estas representaciones (o sucesos) automáticamente y con una asombrosa exactitud; por eso, desde tiempo inmemorial, artistas de toda índole dicen haber hallado en ella a su única maestra (que, según la tradición esotérica, sería incluso una maltresse, una ama y una amante). El hambre que construye cosas -todo hombre- es el ser más desvalido de la creación precisamente porque sólo a él (y tal vez sea porque nace sin defensas) le ha sido dado enfrentarse a aquello que no es automático: cuando crea, no sólo ha de emular procesos de una complejidad infinita, sino que además encara el misterio insondable que supone la existencia misma -o la dramática ausencia- de esa inaprensible sustancia que anima a la naturaleza, y de su razón de ser. Para el hambre que construye cosas, por tanto, tan importante es el propósito como el proceso; pero más importante aún es el sentimiento de dolor, de vértigo, de temor y desvalimiento que inovitablemente ha de invadirle cuando comprende que ha traspasado los límites de un universo automatizado: aquello que cuida de la Creación le abandona a su suerte, y queda solo. Esta sensación de soledad o desconcierto parece aumentar a medida que el imperio de lo artificial se extiende hasta apoderarse de cuanto rodea al hambre y, tal vez, incluso de su propio cuerpo.
Cierto matemático cuyo nombre no nos viene ahora a la memoria escribió que tan probable era que la vida hubiera surgido de una combinación azarosa de elementos y condiciones como que el paso de un tornado sobre una ferretería produjera un Boeing 727... La fe en una sustancia inteligente que rige el devenir del universo no sería pues una insensatez sino, en última instancia, una cuestión de probabilidades. Ha contribuido durante siglos a mitigar nuestro vértigo pero, a medida que la brecha abierta entre lo natural y lo artificial se hace más profunda, aumentan también nuestras dudas: ¿están bien concebidas nuestras creaciones cuando el orden del universo no las alcanza, cuando cada vez más lo contradicen y lo violentan? Creemos imitar a la naturaleza, pero poco sabemos de las fuerzas ocultas que tal vez la animen y, sobre todo, desconocemos sus intenciones: aunque el aspecto de las cosas fuera, como sugiere la tradición esotérica, unívoco e inmutable, coFerente con su significado (cuanto más estudiamos la naturaleza, más nos asembra su perfección, más nos convencemos de que las cosas sólo pueden ser como son) ¿podemos realmente percibir esa coherencia toda vez que su sentido último necesariamente ha de escapar a nuestra comprensión?