Crítica
La mar y la atmósfera son el espacio de los sueños para Ana Ferreira. Esos que traslada a su obra que se impregna de azules.
Le impresiona Monet. Hace paisaje en el que nunca aparece la figura humana. Quizá porque el ser humano que le acompaña es más alma y sensibilidad que materia orgánica.
Descubre A Mariña. Pinta nuestra mágica atmósfera que sale de la mar por la fuerza del viento para hacerse color suave como su mirada en una mañana de otoño con luces tangenciales.
Busca un lugar para vivir y compartirlo con los amantes de la belleza que hay en el mundo de los ensueños. Su pintura es un remanso después de todo lo que hay en un día cualquiera en esta Galicia tan sensual.
Sabe que ha elegido el camino del infinito. Y lo traslada a su obra que profundiza en la naturaleza a través del color, incluso cuando pinta bodegones.
La artista de los ojos claros como sus sirenas, sueña con un mundo dónde los sentidos captan la atmósfera onírica del discurso entre la realidad de un territorio, como A Mariña, mágico y profundo, y la huella que deja en las almas de quienes se quedan prendidos por sus aromas.
Quizá por eso, sus gaviotas vuelan en unos espacios que son las gamas del azul; sus paisajes recorren los ocres, sus árboles se hacen ramas entre las tonalidades de una mañana helada en la que la luz se ha descompuesto por la humedad de la lluvia del alma.
Más que pintar lo que ve, insinúa o sugiere el impacto que producen realidad y percepción, en un ser humano que está en camino y que usa el cristal del viento para escudriñar el mañana dónde ha decidido instalarse con su vocación artística, mientras trata de sacudirse, como puede, el presente del que sólo le interesa el paisaje en el que viven sus peces, sus palomas y sus gaviotas.
Hasta el Faro de San Ciprián es un aroma inacabado de su afán para elevarse y alcanzar la libertad de quien desea vivir haciendo lo que más le gusta: pintar y comunicar sus vivencias a través del color de sus pinturas.