Crítica
Cruz Pérez Rubido: El retorno a la primera palabra
Cruz Perez Rubido pertenece a la extensa nómina de creadores gallegos que irrumpen en nuestro mundo cultural en la década recién terminada de los 80, una promoción que empezó a gestarse en Galicia en la segunda mitad de los años 70, y que está marcada por el cambio y la tensión creativa a través de múltiples tendencias y mundos temáticos y expresivos. Dentro de los creadores de su generación, su aparición en escena se produce, cronológicamente dentro de la segunda hornada, sí con la primera nos refiriésemos a los artistas que se dan a conocer con Atlántica o coetáneamente con ella. Esta incorporación algo tardía dentro de su generación no impide una sintonía con los presupuestos renovadores y el intento de abrir nuevos caminos en el ámbito de la creación. Como ocurrió con muchos de los artistas jóvenes de ese momento, sus inicios estuvieron bastante marcados por una pulsión expresionista muy presente en ese contexto, que la llevó a una obra enérgica, de colorido intenso y agresivo, muy basada en el dibujo y denotada por la intensidad emocional, el pintar de dentro a fuera. ¿Qué ocurrió en su espíritu para pasar de una cierta presencia del grito a un ámbito en el que sentimos el eco, reverberante, cargado, denso, del silencio? ¿Para huir de los fastos del color y de los zigzags del dibujo a la simple connotación de una casi evidente monocromía y el empleo de signos elementales y primigenios? ¿Ese viaje al centro de la pintura y a la vez al centro de sí misma tiene algo que ver sobre todo en los últimos tiempos, con una estancia en la Almería del pedregal, en la Almería terrosa, pétrea con algo de desértica? O con las idas y venidas reiteradas por esa zona de la Castilla palentina en que el adobe reseco es como un azafrán sonámbulo y el oro y ocre y tierra de los campos, de las casas y de las mieses dejan en el viajero una perplejidad absoluta, en la fascinación ante un reino espectral y reverberante, pura sazón de la tierra, de la materia? ¿O es, como resulta más probable, simplemente, que esas experiencias concretas lo único que hicieron fue potenciar un camino, una vía que estaba ya incoada en ella y que solo pedía ser evidenciada exteriorizándose? Lo que ocurrió fue la aparición, en los últimos años, de una obra extensa, en evolución constante, hasta llegar a la muestra de hoy, síntesis de un momento (1989-1990), de un proceso aún en marcha en el que como en toda lucha creativa, siguen saliendo nuevos supuestos recientes. Muestra que ejemplifica la esencialización de esa obra a través de un conjunto de obras de pequeño, mediano o gran formato, construidas con una técnica personal, lograda en base a estratos sucesivos de pigmentos naturales que se van superponiendo y trabando hasta densificarse. Estratos del tiempo y del espacio que van creando una antología del tacto, una sinfonía textural que acaba por construir, bajo la fascinación del espacio, un paisaje de la materia en que la mirada pace como en las páginas abiertas de un libro rugoso pétreo, táctil. Técnica de de acumulación pigmentaria que se enriquece a nivel expresivo con las rasgaduras de figuras o formas sobre el fondo, con la presencia de signos pintados, con collages (cartón de embalar, lienzo, cobre...) y con masas de grumoso papel trabajado a mano. Elementos todos que acaban por engendrar un relieve en la obra, apuntando cierta idea de bajo-relieve, o, en el caso de la obra enmarcado en cristal o ceñido con tiras de metal, una dimensión casi objetual que, en el caso de las tablas, ya es incuestionable. El vasto espacio, estructurado con trazos simples que se sumergen en la abierta, sugerida inmensidad en que reverberan o se mascan los esplendores grumos, matices, ritmos, esencia y apariencias de la materia, se muestra captado como fragmentos de la totalidad, como palabras, momentos del libro infinito y abierto del espacio. En este vasto espacio alternan las composiciones en estructuras muy variadas que van desde la tensión dinámica, del ritmo vivo y abierto entre los elementos del cuadro, hasta otras más estáticas, que alcanzan la dimensión de una presencia más emblemática. El reino del color es tentado en ocasiones por la tendencia a la monocromía, como en el caso de los blancos cegadores, preñados del esplendor y totalidad, blancos que son como "tierra transfigurada", color celeste y espiritual, luz amorosa, utópica y deslumbrante. Pero también el reino de los ocres y de las tierras, del gris terroso, pétreo, del negro de las siluetas, del cobre mineral y apurpurado, de un azul marino y astral del que Yves Keln habría de gustar… Hay sensaciones, imágenes o recuerdos que pueden venir a la imaginación ante este paisaje sin vegetación en el que los signos están impregnados de una simbolía auroral y abierta, polisémica, que retrotrae al espectador al aliento de lo primigenio, al tacto de los orígenes, a la arqueología del tiempo, a la inmensidad del espacio, sin olvidar la patria del fósil, la entraña de lo oculto, el muro de la gruta, la arena primitiva en que quedaron grabados inmemorialmente trazos, signos, emblemas: palabras, rastros rescatados en el tiempo. Pues, en definitiva, ante esta pintura, ¿no viene a veces también a la imaginación el recuerdo del papiro? Ciertamente tengo que admitir que en algún momento, vino a mí la evocación del Libro de los Muertos egipcio. No sé si será por la presencia de la barca con toda su simbología. O la presencia de la Morada, la Casa, la Estancia a través de esas formas arquitectónicas tan simples, esquematizadas. O la figura levitante, yacente, recortada en el lienzo, persona y barca a la vez. O cierto reino vegetal en que destaca la palmera. Aunque la complejidad de la obra nos haga navegar también por otras aguas: esa luna (¿o sol negro?), esos caminos o laberintos (¿Mogores propios?), fósiles, parejas amorosas, yings y yangs, contrarios, nudos, generatrices por excelencia, en el centro de la blancura (¿el paraíso, el deslumbramiento?) de un espado sin tiempo. Cruz Perez Rubido cuenta una historia profunda y misteriosa, abre un libro en lo arcano, con los signos de una vanguardia que retorna a los orígenes, a la Vía Láctea de los signos y los símbolos que llenan y dan sentido al vacío, al espacio, a la deriva Infinita. No se sienten lejos Laxcaos, Altamira ni las pinturas del Sahara, El desierto y el mar, La arena y la gruta. Lo astral y lo fálico, La materia natural y la construcción artificial, humana. El blanco cegador, la luz impenetrable y resplandeciente de un alba auroral e impoluta y la tierra seca, grumosa, cruda, que termina y se Inicia en sí misma. Y esa canción del eterno retorno, ese azul que el mar (¿ondas de la luz también, y el cielo?) naciéndole en una de las últimas obras, retorna a escribir la palabra primera en movimiento, un signo simple y ondulado como la sonrisa o el párpado de lo inicial. ¿No está aquí, no sentimos, más allá de lo puramente racional, la presencia de lo intuitivo en la captación de lo cósmico y primigenio que subyacen en nosotros y son expresados a través de emblemas muy simples, arquetipos desnudos y milenarios?.
Xavier Seoane
“Mi trabajo a partir del año 1987, fue evolucionando progresivamente hacia formas más puras, espacios más abiertos y relajados, sobre un tratamiento de la materia que se asemeja a la Piedra, Tierra, en la que como en ellas el color es sugerido. La evolución de los distintos tonos de color se realiza como en la piedra a base de matices rechazo lo evidente, y entro a formar parte del mundo de lo tenue, sugerido".
Cruz Pérez Rubido