Crítica
EL ALQUIMISTA DEL VACÍO
Decía Rothko que “todo arte es el retrato de una idea”, y así entendido, en ésta, su mas reciente transmutación, Guillermo Pedrosa se nos presenta como un sublime “retratista”. ¿Quien se lo iba a decir a él?. A estas alturas, cuando yacen ya olvidados en un rincón los despojos formales del pintor liberado por fin de simetrías y de figuras. Precisamente ahora, que el vacío se ha adueñado del paisaje y de la luz para transformarse en un concepto absoluto, la cita del pintor ruso resuena con acertada indolencia. Y es que en ella se resume la esencia misma de las obras de Pedrosa: la aprehensión de un fragmento de realidad o de tiempo en un lienzo sobre el que el pigmento estigmatiza esa “idea” de la que habla Rothko. Así nacen estos “retratos” que nada tienen que ver con aquellos otros que el pintor expuso en tiempos que ahora semejan casi prehistoria.
No desde tan lejos, pero sí con el tiempo suficiente para que el visitante adquiera una perspectiva del conjunto de la creación artística de Guillermo Pedrosa, arranca esta exposición. La obra más antigua de las aquí presentadas data de 1994 y no pasa de ser un testimonio casi romántico de tiempos que no necesariamente tuvieron por que ser mejores.
La oportuna perspectiva temporal que proporciona esta exposición resulta útil y necesaria para abordar en su justa medida el complejo y reflexivo proceso de sincretización que ha llevado Pedrosa a transformar el dibujo y la pincelada de etapas anteriores en esas “manchas de fluido color, matizado por sutiles veladuras o audaces texturas” de las que habla Ciro Sánchez, posiblemente la persona que mejor ha analizado la evolución de la obra de Pedrosa. Se trata, dice Ciro, de un proceso de “simplificación formal” que ha desembocado en la imposición de la pintura como “simple materia de pensamiento”.
Ha sido –y probablemente sigue siendo- el de Guillermo Pedrosa un camino de ida y vuelta, una ruta que utiliza la investigación y el conocimiento como método de selección, primero, y de descarte, después. Necesitó aprender a dibujar para dejar de hacerlo, a dominar la figura para desprenderse de ella, a apropiarse del color para diluirlo después a su antojo.
Cuentan que en una ocasión Picasso llegó a comentar que pintaría mucho mejor si fuese ciego. Sin llegar a tan alto grado de osadía, sí que se podría decir que Pedrosa ahonda en esa misma línea. Sus obras más evocadoras, sugerentes e intensas son precisamente aquellas que más se aproximan a la idea de “vacío como concepto absoluto”, idea extraída del título de uno de sus cuadros y que se me antoja toda una declaración de principios.
Primero fue la figura, después la línea y ahora el vacío. Un vacío que en su propia simplicidad es la expresión del infinito, un punto emocional a lo misterioso, una conexión con el sagrado y secreto misterio de la alquimia que tanto seduce a Pedrosa.
No es casualidad. Mientras la técnica se ocupa del conjunto de procedimientos de los que se sirve el arte, la alquimia atiende a una realidad escondida de orden superior que conforma la esencia que subyace a todas las verdades. Por eso tan pocos artistas son alquimistas. Hay demasiados que trabajan siguiendo esos principios vulgares de la técnica. Sin embargo, en su estudio, rodeado de botes de pigmento y artículos de ferretería, Pedrosa se siente más próximo al maestro alquimista que al académico pintor.
Sus obras son, al mismo tiempo, arquitecturas imposibles, reflexiones místicas, acumulaciones sensitivas, articulaciones en la nada, sueños utópicos que transitan por el tiempo, formas para organizar una superficie o composiciones para suscitar el tacto. Entre lo patente y lo ausente, en plena efervescencia cromática, el pintor se apropia de la luz creando construcciones monolíticas en una apoteosis vertical en la que la geometría se desvanece y queda solo el color. Espacio y color. Una vez más.
La idea de poseer el espacio ha sido una constante ya tratada desde el Renacimiento. Los autores del “Manifiesto Realista” ya señalaban que el arte se debía basar, para responder a la vida real, en el espacio. Henry Moore, con los vacíos de sus esculturas, asimiló el espacio como si se tratara de un elemento sólido y Malevitch introdujo el concepto de “espacios cromáticos”. Pedrosa, bajo los efectos de la seducción del color, lleva su obra a una consideración espacial del vacío. Encontramos entonces las capas superpuestas, o los contrastes producidos por estructuras o separaciones lineales y, sobre todo, la visión vibracionista de la materia. Encontramos entonces a ese artista “fatalmente contemporáneo” del que habla Anxo Rei Ballesteros.
En esa búsqueda inacabable de un languaje expresivo propio, Pedrosa se sitúa ahora en los límites de la representación. El cierto carácter de retrospectiva (o por lo menos de recorrido en el tiempo) que tiene esta exposición posibilita ver la coherencia, constancia y honestidad de esa búsqueda. Y ahí, precisamente ahí, es donde se halla la piedra filosofal de este moderno alquimista. La obra de Pedrosa adquiere un múltiple valor y significado a partir del conocimiento del proceso, muchas veces traumático, de su evolución.
La relación observador-cuadro adquiere entonces una nueva dimensión, se transforma en un mecanismo activo, en un acto reciproco, en una fusión que va más allá de la expresión lingüística. Ese es el objeto último de la obra, el que el pintor anheló cuando sobre una libreta de anillas trazó unas cuantas líneas a lápiz. Porque, por inverosímil que pudiera parecer, Pedrosa boceta todos sus cuadros. Antes de que intervenga el azar, antes de que el pigmento determine donde fundirse con el lienzo, antes de que el disolvente resuelva expandir el betún, existe un severo estudio formal y una previa reflexión por parte del artista. Pedrosa se deja seducir por el azar, sí, pero se trata de un azar en cierta manera controlado y que responde a una finalidad última planteada con anterioridad en aquellos primitivos trazos que, de nuevo nos remiten a esa “idea” de la que habla Rothko, a esa idea que el visitante de esta exposición debe compartir con Pedrosa y que no es otra que la de la pintura entendida como un espacio de reflexión íntimo.
Carlos Crespo
VIDA ÍNTIMA
Se supone en la abstracción la capacidad de evocar paisajes emocionales, de resolver algunos enigmas sobre la profundidad de las sensaciones y, sobre todo de halagar al sentido de la vista. En la abstracción que con tanta soltura apellidamos lírica, aparecen tantas veces las alusiones al sentido último o menos razonable del ser y de la circunstancia, que quizás acabemos por pensar que hay un sentido ampuloso de las cosas. La pintura, todo hay que decirlo, no tiene culpa de nuestras interpretaciones. Acaso porque pronunciamos abstracto cuando queremos decir no figurativo; o porque entendemos lírico cualquier argumento que nos lleve lejos de lo inmediato, de lo domestico o de lo vulgar.
En la abstracción permanece también la capacidad de unir lo grande y lo pequeño. Permite, como justificando a Goethe o a San Agustín, demostrar que los aspectos más íntimos del mundo son también los más amplios, como los locales son los más universales. La pintura resulta así una llamada de lo íntimo y de su trascendencia.
En la pintura de Guillermo Pedrosa hay una vida íntima, inabarcable en su totalidad pero perceptible para los ojos sensibles. Hay una vida que busca en la levedad -esa que Italo Calvino defendía para la literatura de este milenio- las incógnitas más inmediatas, que son las más difíciles de responder. Esta es una pintura para los matices, para los detalles, para el reposo de la mirada... una pintura para la calma, que tanto nos hace falta.
Esta es una pintura que ofrece al espectador la circunstancia de lo desierto: apreciar la inmensidad de las cosas en los signos más pequeños. En este mismo proceso, Pedrosa va vaciando progresivamente sus cuadros, ejemplificando el juego orteguiano de saber que cuanta menos circunstancia halla, más valiosa es la circunstancia. Así, trata la pintura este artista, concediéndole a cada color la importancia que tiene, huyendo de la frivolidad estética, de los recursos intelectuales y de esa cierta practica decorativa que asaltó a algunos no figurativos cuando vieron sus cuadros fotografiados en las revistas de muebles.
Hay un horizonte en la pintura de Guillermo Pedrosa y bien se ve que no es inmediato. Sigue una suave línea en la que las distancias y las profundidades acaban por coincidir con los deseos o con las intenciones del espectador, de la misma forma que las gradaciones de color van complementando ese paisaje, que será emocional en unos casos, sentimental en otros e intuitivo siempre. Por esa suave línea del horizonte pueden cruzar los espectadores con la ansiedad de los náufragos o la intrépida mirada de los aventureros. Pueden cruzar como el poeta en el desierto (cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre) o pueden hacerlo como pícaro esperanzado en no cumplir nunca los años de la madurez.
Camilo Franco
ESPACIO Y TIEMPO DE PEDROSA
Desde aquel primer bodegón pintado cuando apenas tenía once años hasta esta exposición. Pedrosa hizo un largo recorrido; largo no por el tiempo, que Guillermo aún está como quien dice en edad de merecer, sino largo en intensidad. De la figuración al expresionismo y al informalismo; de Kokoschka a Rivas Briones (o más bien al revés), del óleo a los pigmentos... Un recorrido vital y artístico diverso pero coherente. Como todo autor, Pedrosa anda dándole vueltas en busca de nuevas formas de expresión. Y aquí, en esta sala de exposiciones encontramos una hermosa antología de sus últimos hallazgos.
No hace mucho tiempo que yo mismo tuve la oportunidad de mirar y admirar algunos de ellos en la sala de exposiciones de la Casa de Galicia en Madrid. Y como alcalde y como villagarciano, fue para mi una alegría no solo saber que nuestros artistas llegan a la villa y corte, sino que reciben tan buenos y pienso que merecidos elogios.
Siguiendo la estela iniciada por otros de sus colegas, le toca ahora el turno a Guillermo Pedrosa de llenar las paredes de la Sala de Exposiciones. Pero no de llenarlas de cualquier forma.
En cierta ocasión, G. C. Argan dijo a propósito de los cuadros de un reconocido pintor ruso: “Sus cuadros no quieren ser más que paredes de color, pero nadie se preguntó hasta ahora que es una pared de la psicología de la interioridad, si límite, protección o diafragma entre un aquí donde estamos y un allí que es el mundo... (con su pintura) la pared deja de ser un límite, una prohibición psicológica; como absorbida y filtrada a través de la trama del color, traspasa los límites de la pared e invade la habitación. La pared se transforma en ambiente, el espacio infinito y cósmico en espacio empírico y habitable”.
Pues bien, Pedrosa no es ruso ni falta que hace, sino gallego y villagarciano, y su intención va, sin duda, más allá de querer llenar las paredes de color. Pero seguro que durante un mes la Sala de Exposiciones va a tener un ambiente distinto y singular. El ambiente al que nos van a llevar los espacios vacíos de Guillermo Pedrosa. Déjense transportar.
Javier Gago López, Alcalde de Vilagarcía.
LAS HUELLAS DE LA LUZ
Según el relato bíblico, al principio eran las tinieblas, y luego se hizo la luz. Los físicos, en su mayoría, admiten que todo el universo tiene su origen en un instante preciso del pasado, en un momento concreto situado entre hace diez mil y quince mil millones de años. Antes no existía ni el espacio ni el tiempo, los cuales surgieron bruscamente de la nada. No surgieron de la oscuridad, como indica el relato mítico, dado que antes de ese instante no había tampoco tinieblas; antes no era la luz ni la ausencia de luz.
Semejante teoría, aplicada a la génesis de la luz, la prima materia de la pintura, contiene evidentes contradicciones; no de índole científica, pues el arte no es una ciencia y no tiene por que dar cuenta de la realidad, sino del sentimiento.
La falta de esta explicación es de índole poética, porque la poesía es la ciencia de las emociones: la luz no existió verdaderamente antes de ser percibida por la retina, de hacerse impresión en los receptores visuales, de ser imagen, sensación, memoria, en los centros nerviosos, huella en las paredes de la caverna matriz, donde el primer pintor anónimo representó el mundo marcando la roca con la tinta de sus dedos, en la materia del lienzo y en la de sus propias neuronas: No había luz, no podía haberla, no había nadie que la viese. Porque la luz es mucho más que una forma de radiación o de energía. Cuando hablamos de luz estamos hablando de miradas.
La contemplación, cuando esta mirada se hace atenta y con la imaginación abierta, los cuadros de Guillermo Pedrosa nos devuelven a ese instante feliz de la génesis de la pintura, del principio de la luz consciente: a la interfase, frontera no del todo definida entre la materia y la forma. Entre el pigmento, la sustancia de la luz reflejada, y la presentida y aún no perfecta –o sea terminada- consistencia de las cosas. Los colores y las formas se mezclan en estos lienzos para hablar de ellos mismo, mejor; para hablar entre ellos. Parafraseando a Julio Cortázar, cerrando un ciclo fatal y necesario, el de la luz volviendo a hablar de la luz hecha luz todos los fuegos el fuego. Me atrevería a decir que la pintura de Pedrosa es un viaje al corazón de la luz, de la misma forma que en la inmortal obra de Conrad el río es un viaje, que resume todos los viajes hacia el ser más íntimo de la oscuridad.
En otros pintores la luz es condición o herramienta de la pintura, pero pocas veces, como en la obra de Pedrosa, es la luz el sujeto mismo de la pintura. Pocas veces tiene tan poco sentido el discutir entre abstracción o figuración, por cuanto esta obra trasciende el episodio en sí, y la recurrente polémica antedicha no deja de serlo. Hay en estas pinturas una búsqueda de la luz esencial de las cosas. Liberados de la representación, los colores del artista se sumergen en la recreación del mundo. Así como la esencia de la literatura, la huella más profunda de las palabras difícilmente se puede traducir en imágenes, si acaso, la naturaleza más íntima de los colores huye de las referencias inmediatas, o simplemente no se agota en ellas.
Otros analistas de la obra de Pedrosa, señalan su camino de sustracción formal, de depuración expresiva, pero aún que coincida con ellos es necesario insistir en la materialidad de su pintura, materialidad que no se opone a lo espiritual sino que lo encarna, materialidad que se hace evidencia y huye de la metáfora. Creo que Pedrosa no hace meta pintura, por más que nombres como los de Zóbel o Turner, por citar dos que se me vienen a la cabeza al contemplar su obra, muestren semejanzas con sus cuadros. Significa simplemente, que todos anduvieron caminos parejos, que indagaron cada uno a su manera, en lo profundo de sí, en su paisaje vital, en su horizonte, en su luz.
“Es cierto que no sé escribir, pero me escribo a mí mismo”, son palabras de Juan Carlos Onetti. “Lo que vieron mis ojos fue simultaneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es” -anota Borges- “Algo, sin embargo recogeré”. Vayan los paralelismos: entiendo, o presiento que para el análisis de estas pinturas no vale nuestro viejo sistema dualista, las nefastas y limitadoras antítesis: dia-noche, claro-oscuro, figuración-abstracción... Y así cerramos el ciclo, porque cerrar un circulo siempre es abrir otro: de la misma manera que en la mecánica cuántica o en la astrofísica, con la que comenzamos estas notas, no hay sistemas de referencia absolutos aparte del observador. Tampoco para estos cuadros hay una explicación aparte, son muestras de una sensibilidad más radical en su sentido etimológico: están más en la raíz de las cosas y no están en los cuadros; en la atmósfera, en la humedad, en la luz, en el fango o en el magma primigenio del que todos somos parte.
Una voluntad de lo sustantivo recorre la obra de Guillermo Pedrosa. Pintura de eliminación de lo adjetivo, de profundización en el sustrato -etimológicamente la capa inferior, la más antigua- en lo íntimo, en la raíz desnuda de la recreación visual que no llega. Insisto en la abstracción, por cuanto consigue un meritorio equilibrio entre la forma y su negación, entre la presencia y la ausencia, en una perpetua dialéctica de cristalización-disolución-recristalización tan vieja y tan nueva como el mundo, mundo universo y al tiempo, diverso.
Ramón Caride