Crítica
Es curioso cómo la introducción (o ¿debería decir intromisión?) de la mujer en el mundo del arte ha supuesto una nueva mirada hacia o un nuevo tratamiento del cuerpo. La mujer, como tal, sabedora de ser objeto de las miradas del otro, conoce los lugares exactos del cuerpo que atraen esas miradas fetichizantes y lo muestran sin pudor. Una vez roto el tabú del cuerpo, sin la coartada de la belleza, el arte feminista esta ya inmerso en otras direcciones; la necesidad de una constante inversión crítica de valores, y la de indagar en el mundo de lo privado, reducto exclusivo y alienador de la mujer desde que San Pablo la mandara callar en las asambleas.
Así, el arte feminista se vuelca en los modos creativos tradicionales de la mujer, que hasta ahora sólo podían ser considerados aptos para ciertas artesanías y objetos de uso común, y en unos materiales tan cotidianos que apenas percibimos su existencia de objetos informados, con colores y texturas particulares, nuevos medios posibles de expresión artística. Y ahí entran en juego técnicas como la calceta o el punto de gancho, como lenguajes expresivos en una generación que quiere recuperar lo que fue el reducto de sus abuelas. Porque la generación que empieza en el arte a tejer, bordar, coser, zurcir, coger o deshacer puntos de las medias, es la generación, probablemente la primera, que no se ha visto obligada al uso de esas técnicas por su condición de mujer.
De todo esto nos habla la obra de Ofelia que pasa de la consideración de la belleza superficial de la mujer monstrándonos piezas hechas con ese jabón (S/T 1989, Epidermis 1994), símbolo básico para la publicidad de belleza femenina y juventud (Pinzamientos 1989 o ¿miedo a la arruga?), frente a la consideración de la belleza espiritual (la belleza de una mujer se encuentra en su interior II, 1995) mucho más digna para la mujer.
Dignidad es también lo que confieren sus obras a unas técnicas y objetos que por “corrientes” nadie las detecta ni las mira, pero que no por eso carecen de cualidades estéticas. Las medias que se transforman en piernas, las botellas con el cuello roto que se transforman en torsos, las patatas que florecen en sacos de fibra de vidrio a la luz de una bombilla desnuda, imagen de una alacena, o dentro de un almohadón de ganchillo, donde una se sienta, efectivamente, a pelar patatas, o limpiar lentejas que también florecen en rincones de escayola. Objetos tan cotidianos como las pequeñas cajas, lámparas y tapetes de ganchillo de los que se escapan los puntos para mostrar a su través otras imágenes cotidianas pero del ámbito publico. Como los antiguos bodegones que se dignificaban mostrando cuadros en donde se representaba algún hecho importante de la vida publica, por lo general, de la vida de Cristo.
Como hilo conductor ese ir de la epidermis a aquello que la cubre y que, también, la publicidad exalta como femenino, el traje con que nos cubrimos y que aquí aparece distorsionado (Inercia 2000) o deshilachado (Tejidos 1997-8) o fuera de lugar (Trampolín 2000) como también lo están las fotografías que componen una manta o tapiz construido con técnica de patchwork. Este y la eterna asociación de la mujer con la naturaleza tan evidente en sus piezas con medias y madera o ramas de 1996-7.
En definitiva, el arte como reivindicación, el arte como representación de la vida.
M.T. Beriguiristain, Presidenta AVCA.