Crítica
DIVINA PROPORCIÓN denominó Lucca Paccioli a su tratado con apoyo en la geometría. En todo objeto, en cualquier expresión formal de nuestro entorno, hay una referencia a los polígonos. El ojo, vehículo de la mente, percibe y modifica la realidad, de manera que lo isoscélico se acartabona, y a rombo llega el cuadrado. La sabiduría china demostró, con el Tan-Gran, que cualquier superficie encerrable en líneas puede descomponerse en triángulos.
María Teresa Calabuig-Prado decidió que su plástica debía afiliarse a la invitación del griego, que exigía, para trasponer el umbral de su academia, saber geometría. La artista luguesa añadió, además, la exigencia del soneto: cuartetos, tercetos, once sílabas en cada verso, un número exacto de acentos en cada uno de ellos.
Jugó a su particular Tan-Gran y, como quien abandona sobre la mesa los naipes de una baraja, formó caprichosas combinaciones de planos tangentes, superpuestos. Y les añadió centellas de luz, para que en sus gamas neutras refulgiera la incisión sutil de una claridad, como acción fulminante de daga en la tersura.
Así, llegó a la síntesis que había iniciado Piero della Francesca, y pasando por el cubismo, llegaba a la belleza ideal que pedía Juan Ramón Jiménez. Es decir, a la pura poesía desnuda.
Grises, ocres, verdes atenuados. Una geografía ideal desde la geometría, con un ángulo agudo que busca el espacio infinito como flecha rauda. La insinuación de una arquitectura ciega o el soñado paisaje abisal desde una mente cartesiana. Quizá, también, la música dodecafónica, interpretada por un alma evanescente.
María Teresa Calabuig-Prado es la pasión refrenada; la vida encerrada en la divina lección plástica del polígono. Es, en fin, la belleza pura, desnuda y absoluta.
Francisco Pablos