Crítica
El color, exultante, anegador, como expresión de vitalidad, cual vida desbordada, invade las telas en pinceladas anchas, tendidas, como apresuradas. Y, sin embargo, ese brío de corcel joven siente el tirón del freno para imponerle un galope acompasado, no desbocador.
Naturalezas caliente, casi ígnicas, donde la vegetación se vuelve llamarada. Figuras femeninas de mirada intensa que, más que reposar, inquieren. Todo ello, para llegar al desnudo de anatomía firme, de modelado rotundo, de pujanza juvenil. Retratos de torsos, más que identidades imprecisas. Por fin, se ha serenado la mente que conduce a la mano que pinta porque, como aseguró Leonardo da Vinci «la pintura es cosa mental».
Marina D. Lomba aprehende con la mirada, cual rapaz depredadora, todo cuanto la rodea. Mas al fin procede en rumia, y va deglutiendo pausadamente cuanto aprehendió de modo avasallante. Y el galope se redujo al trote, y de este paso al caracoleo, aunque el brío no pueda evitar ese piafar de cascos que tamborilean.
Pintora de vocación, de cromatismo explosivo, nos dice en su obra toda la pasión que lleva consigo. Pintura juvenil, directa, deliberadamente apasionada. Aunque se atisba ya la serenidad que va imponiendo la experiencia, el ejercicio dilatado de ese difícil, enamorante oficio que es la pintura. Acaece que en el lago aparentemente plácido de su mirada ha caído un aerolito que incendia las aguas para ser matraz de alquimia.
Ved en estos cuadros no a una pintora, Marina, sino un temperamento que se entrega, total, desbordado, abarcador de voluntades.
Francisco Pablos, Real Academia de Bellas Artes, 1999.